Reikiavik
11 Oct 2015
El 17 de enero de 2008 murió Bobby Fischer en Reikiavik, ciudad en la que en 1972 se había proclamado campeón del mundo de ajedrez, al derrotar a Boris Spasski. El otrora héroe, se fue abandonado, nacionalizado islandés y repudiado por su país de nacimiento, mientras aún resonaban las palabras que pronunció tras el ataque del 11-S de 2001: “El que la hace la paga, incluso EE.UU.” Su rival de entonces es hoy ciudadano francés y vive en París.
La confrontación ajedrecística Fischer Vs. Spasski, fue mucho más que el desafío de un joven inexperto frente al campeón mundial del momento, fue un elemento más de la guerra fría, otro escenario de la tensión entre la URSS y USA, donde la ortodoxia se enfrentó al genio, y los jugadores terminaron convertidos en piezas.
Juan Mayorga presenta un espectáculo que es un ensayo sobre el cruce de caminos de la realidad del mundo que nos rodea, el teatro y el ajedrez, utilizando los parámetros de este juego, sus leyes, las 64 casillas donde todo sucede y las 32 piezas que se mueven en ellas, con normas precisas, donde los límites entre el vencedor y el derrotado se desvanecen, hasta confundirse el uno en el otro.
Un joven anónimo atraviesa un parque y queda fascinado por la recreación que Bailén y Waterloo -acertados nombres de derrotas napoleónicas, para estos jugadores que resultan familiares y desconocidos a la vez- reproducen de los movimientos de Fischer y Spasski en “El duelo del siglo”, sobre el guión del libro que los resume.
Un escenario casi desnudo de elementos, solo ocupado por una mesa de ajedrez con unas pocas piezas descoladas sobre el tablero, que ubicamos en un parque con la proyección audiovisual sobre el fondo y un sonido de pájaros. Tres actores en escena de forma interrumpida, pero muchos personajes toman la piel de ellos presentándose ante nosotros: la esposa de Spasski, un asesor, un guardaespaldas islandés, Kissinger, los padres ausentes, el fantasma de Stalin, la madre de Bobby, el árbitro alemán, el Soviet Supremo, etc… consiguiendo verosimilitud en todas las recreaciones, especialmente en el caso de Ilsa, la primera mujer de Spasski, que realiza César Sarachu, con una ternura tal que consigue que la veamos a ella en él, con el simple aderezo de un pendiente en el lóbulo de su oreja izquierda.
Buen trabajo interpretativo tanto del mencionado Sarachu (Waterloo/Fischer), como de Daniel Albaladejo (Bailén/Spasski), y del muchacho encarnado por Elena Rayos, que asiste atónito, a una torrentera de personajes, y vicisitudes, que se muestran ante él, como necesario espectador dentro de la escena, personificando en sí la clave del espectáculo, que Mayorga desvela al inicio del último tercio de la obra, poniendo en boca del ‘muchacho’ las preguntas clave: “¿Siempre están igual? ¿Hacen lo mismo todo el rato? ¿Fischer y Spasski todo el rato?”, para que Bailén/Spasski le conteste: “…no es ‘siempre igual’. Es siempre con las mismas reglas, pero cada vez es distinto. No podemos contradecir al libro: las partidas, las notas a pie de página, las fotos… Tenemos límites, como los tienen el caballo o la reina. Sesenta y cuatro casillas, treinta y dos piezas: eso no puedes cambiarlo, ni cómo se mueve el alfil. La torre puede mucho, pero no puede hacer diagonales. Hay reglas, y si las ignoras, si haces trampa, deja de tener gracia. No puedes cambiar Reikiavik por Jerusalén. El frío, la lluvia, el I-0, el 2-0, eso no hay quien lo mueva. Pero el número de combinaciones posibles es infinito. La última vez que yo hice de Fischer fue muy distinto. Y la última hice de Spasski, y también fue distinto. Se trata de observar con atención un detalle – un gesto, una palabra, un silencio – y explorar posibilidades. Variantes. Nunca sabes lo que el otro va a hacer, el otro cambia tus planes. Y está el tiempo, que te presiona y también cambia tus planes. Hay infinitas versiones de Fischer, infinitas de Spasski. Hay infinitas jugadas posibles, pero no todas son la mejor. Quién ganará y quién perderá, eso no puedes cambiarlo, pero puedes conseguir que tu personaje, el que te toque, esté a la altura de su victoria o de su derrota. Lo más importante es la seguridad del rey.”
Waterloo y Bailén, como buenos perdedores, son felices reviviendo los hitos de Fischer y Spasski, porque es más fácil vivir la vida de los otros. Es lo que hace todo el mundo, pero aquí sabes que lo haces, dice Bailén al final de la obra, sin incertidumbre y con certezas, todo bajo un guión.
Juan Mayorga hace un ripio más en su carrera teatral, con una obra arriesgada, que exige al espectador dar rienda libre a su imaginación a partir de una propuesta compleja con guiños minimalistas en su puesta en escena, que va ganando al espectador hasta que éste completa el puzzle con sus propias piezas. Recomendable experiencia.