Miradas
28 Ago 2019
La elección tenia que ser ésta, prismáticos Pentax de la serie Asahi, de 50 aumentos. Su vista cada vez dejaba notar más el paso del tiempo, ¿cansada? ese adjetivo era otro eufemismo, simplemente envejecida…¡y si además había poca claridad, para qué contar!.
¿Vista cansada? …ese es otro eufemismo, simplemente envejecida.
Le había costado llegar hasta ellos, porque no se fiaba de comprar nada por internet y a distancia, prefiriendo localizar la tienda especializada de “toda la vida”, aunque visto la falta de público en ella, daba la sensación que pocos pensaban ya como él.
¡Ojala mañana levante un día claro! …y pueda probar sus nuevos binoculares desde el amanecer.
Satisfacción es lo que siente. Gracias a sus nuevos lentes puede ver con nitidez los detalles más nimios que el horizonte le brinda al alcance de su torreón, frente a la bahía. Al extremo derecho de su visión, un pescador, tocado con sombrero de tela azul, su caña de madera con líneas horizontales en blanco y la cesta de mimbre para sus capturas; en las rocas del lado contrario, dos chicos recogen lapas, uno lleva un traje de neopreno, pero el otro simplemente lucía un bañador tipo bóxer.
El orden imperaba en su vida, más que eso, el orden era su vida
A las 12 horas el ruido del mar es ya matizado por las voces y gritos de las numerosas personas que han llegado hasta la playa, niños y adultos componen una sinfonía difícil de la que abstraerse, aunque él lo intenta …y lo consigue, recordando en su cerebro aquella melodía que tanto le gusta de Benny Goodman.
El orden imperaba en su vida, más que eso, el orden era su vida. Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa. La pequeña mesa que dispuso frente a él tenía todo lo necesario, un pañuelo de hilo, gafas graduadas y de sol, un bloc, un bolígrafo, una copa de vino, un vaso de agua …y sus nuevos prismáticos; todo ello sobre una bandeja en la que todos los elementos estaban perfectamente alineados los unos con los otros.
Justo al lado de la torre del viejo reloj de madera divisó su primera visión de la mañana, no sabía si disfrutaba más de la belleza de lo que observaba, del estimulo de su imaginación ante ello o de la sensación de la transgresión al adentrarse en un territorio más allá de lo público. En cualquier caso el uso del sentido de la vista, a decenas de metros de sus objetivos, suponía una asepsia que le permitía no sentirse involucrado, ni conocer detalles que, bien sabía, antes o después terminan en rebelarse en costes, no ya económicos, sino personales y afectivos, con diferencia los más dañinos.
No sabía si disfrutaba más de la belleza de lo que observaba, del estimulo de su imaginación ante ello o de la sensación de la transgresión al adentrarse en un territorio más allá de lo público.
Diez metros más allá localizó un nuevo punto de interés para sus ojos. Fue consciente de la dilatación que se produjo en sus pupilas y también de la vuelta a la normalidad previa a la instrucción cerebral de continuar con su busca.
Abrió el ángulo de sus codos y sin separar los prismáticos de su cara, acercó su foco visual hacia la orilla. Abruptamente apartó los binoculares y les dejó sobre la mesa. Apuró el vino que quedaba en la copa, retirándola junto al vaso de agua. Guardó el bloc y el bolígrafo, al igual que las gafas. Plegó el pañuelo de hilo en cuatro dobleces y lo metió en el bolsillo derecho de su pantalón. Cerró la funda de piel de sus nuevos prismáticos Pentax, con ellos dentro; colocándolos, cuidadosamente, sobre la estantería lacada en blanco de su estudio y se encaminó a dar un paseo. Sería lo mejor.
Esa tarde noche, como todas, llamaría a su hija Rosalía, para decirle que ya sabia que, Gabriela, su nieta, estaba de nuevo de vuelta, la había visto en playa, aunque hubiera agradecido que le hubiera visitado antes de hacer nudismo frente a su torreón.