Los días felices, crítica teatral
10 Oct 2020
Al premio Nobel de Literatura, en 1969, Samuel Beckett, se le considera uno de los mas grandes creadores del teatro del absurdo, junto a Ionescu, con obras de ambos que supusieron cimas creativas dentro de esa especialidad de la creación teatral como ‘Esperando a Godot’ (Becket) o ‘ La cantante calva’ (Ionescu), pero la proverbial áurea oscura del dramaturgo irlandés, discípulo de James Joyce, no le impide realizar aproximaciones dotadas de un brutal realismo, como sucede con “Los días felices”, que actualmente se representa en coproducción del Centro Dramático Nacional y Buxman Producciones, en el Teatro Valle-Inclán, de Madrid.
“Vivimos rodeados de ruinas”
El uso de las metáforas que tan sabiamente utiliza Beckett en este texto, nos sitúan en nuestro mundo, ante hitos y circunstancias que nos rodean cada día, ante el inexorable paso del tiempo, dónde restos de ruinas, y residuos, nos rodean y terminan por inmovilizar, hasta no ser capaces, ni siquiera, de poder girar nuestra cabeza para ver las cosas que suceden más allá de donde nuestra mirada se posa; donde la conversación unidireccional, en el seno de la pareja, se convierte en martilleante ruido que termina por convertirse en obsesión por quien no participa de ella, hasta que el mantra, mil veces repetido, de lo felices que fuimos, en tiempo pasado indeterminado, se utiliza como exorcismo para superar cada alba que se abre ante la oscuridad de un nuevo día, como puerta del futuro. Solo existe una certeza …y es que todo puede ir a peor.
Pablo Messiez versiona y dirige el distópico texto de Beckett, acertando en el ritmo, su dosificación y la representación que nos realiza de él.
“¡Oh, goces fugaces!…¡Oh, perdurables penas!”
Winnie, la protagonista, nos recibe hundida hasta la cintura en una escombrera, en la primera parte del texto, para en la segunda hacerlo hasta el cuello, en una conseguida escenografía de Elisa Sanz, con aportaciones adecuadas de Carlos Marquerie en la iluminación y Óscar G. Villegas en el espacio sonoro. Mientras Willie, su pareja, se deja ver solo parcialmente, de espaldas y en apariciones contadas. Winnie no deja de hablar, se hace las uñas, luce un corpiño de fiesta, peinada de peluquería, como para ir a una celebración, con gafas “años cincuenta”, nos muestra el contenido de su bolso, dónde siempre lo primero que aparece es su revólver, busque lo que busque sus manos siempre van a él, lo cual no le impide seguir repitiendo en el inicio de cada jornada …¡otro día divino!.
Fernanda Orazi está magnífica, sin contener su acento porteño lo que le da un punto más de credibilidad al personaje, y haciendo un alarde de su expresividad gestual, remarcada por el único recurso de sus brazos, en la primera parte, que en la segunda queda limitada a sus ojos, sin que decaiga un ápice su capacidad comunicativa, convirtiendo en hábil herramienta el ritmo de su palabra, acelerando y ralentizando cuando es necesario. Orazi nos conmueve, construyendo una recreación de Winnie que guardaremos en nuestro recuerdo.
“Desdichada de mí, ver ahora lo que veo”
Francesco Carril tiene una participación escueta en el espectáculo, la mayoría de las veces solo visible de espaldas y a lo lejos, en ocasiones para hacerse solo presente a través de algún sonido gutural de su garganta, apareciendo en escena arrastrándose por la montaña de escombros buscando la cima de su objetivo. Lo breve de su papel no le impide que su desempeño sea atinado, aportando el adecuado contrapunto depresivo al expansivo rol de Winnie.
A la altura del mes de octubre de éste histórico año de 2020, con la pandemia del Coronavirus Covid-19 campeando por todo el mundo, más allá de las miserias de la gestión de unos gobiernos o de otros, con los oscuros nubarrones que se presentan ante los presagios económicos de los próximos años, tan solo doce años después de la crisis financiera y económica de 2008, con menos certezas que nunca antes tras las guerras mundiales del siglo XX y cuando nuestras sociedades occidentales parecen vivir más una involución que una evolución, con previsiones que calculan que tardaremos, en el mejor de los escenarios, unos veinte años para poder conseguir volver a los estándares conocidos en los inicios de éste, hasta ahora, decepcionante siglo XXI; una obra como “Los días felices” no nos insufla una carga de optimismo, pero sí, de forma oportuna, nos hace contextualizar lo que ocurre y la mejor enseñanza es que después de ser escrita por Beckett, en 1962, el mundo conoció tiempos no tan oscuros como los relatados, ni siquiera como los que hoy vivimos.
“¿Cuándo ha ocurrido algo que no haya ocurrido antes?”
Un espectáculo imprescindible, aún sin ser una obra fácil, pero quien dijo que la vida fuera sencilla.