De viaje con Gardel (3)
16 Sep 2017
La cita era en el “Café San Bernardo”, local peculiar, abierto veinticuatro horas al día, siete días a la semana, donde el tiempo parece haberse parado, bajo la vigilancia de la mirada de Carlos Gardel, quien observa desde su retrato todo lo que sucede a lo largo de las diez mesas de pool (billar) y seis de ping-pong, de su barra, sus sillas y taburetes, sobre su suelo totalmente cubierto de cáscaras de maní, donde la edad de la gente que lo ocupa va disminuyendo según te adentras en él, más veteranos a la entrada y más noveles al fondo.
La mirada de Gardel, vigilante desde su retrato, observa todo lo que sucede a los largo de las diez mesas de billar, y seis de ping-pong, del «Café San Bernardo».
¡Y pensar que hace diez años fue mi locura!,
¡Que llegué hasta la traición por su hermosura!
Que esto que hoy es un cascajo fue la dulce metedura
donde yo perdí el honor,
que chiflar por su belleza,
le quité el pan a la vieja,
me hice ruín y pecador.
Que quedé sin un amigo,
que viví de mala fé,
que me tuvo de rodillas,
sin moral, hecho un mendigo,
cuando se fue.
¡“Che”, diamante!, te presento a mi amigo “gallego”, crítico teatral en Madrid, además de aficionado, ya le dije que nadie como “vos” podía servirle para moverse por los teatros de “La Trinidad” (nombre de la ciudad en su acta fundacional en el siglo XVI).
Frente a mí tenía a «El diamante rubio».
Mi mirada hizo presa en aquel hombrecillo, que parecía acabar de salir de una película de los años 50’s del siglo XX, el cual me acababa de ser presentado como “El diamante rubio”, e inevitablemente mi atención se concentró en sus gafas, sin cristales, solo con montura, que generó que él se las quitase, sacase un pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón y empezara hacer como que limpiaba los cristales. Opté por evitar su pequeña trampa y repasar su peculiar indumentaria: traje claro, color beige, botonadura cruzada, zapatos topolino, corbatín a rayas diagonales, nudo estrecho, camisa blanca y voluptuoso pañuelo de seda en el bolsillo exterior de la americana, pero lo más evidente, y pesado, era algo que no se veía: un perfume difícilmente descriptible, a través del cual podría reconocerlo en cualquier lugar, aún sin verlo.
Sin más preámbulos le solté, a bocajarro, la pregunta por la que había llegado hasta él: ¿conoces a Lita Fuentes?.
…continuará…