Buenrollismo
21 Ene 2023
Hasta mitad del pasado siglo XX era habitual presenciar alguna bronca por parte del público como respuesta a determinados espectáculos teatrales que no conseguían la aquiescencia de los espectadores, y no me refiero a situaciones provocadas por el efecto de ninguna ‘Clá’ (o claque) con intereses concretos debidamente satisfechos económicamente.
De hecho incluso alguna obra que finalmente terminó siendo considerada una gran creación, fue recibida con pataleos.
“La obras de arte se dividen en dos categorías: las que me gustan y las que no me gustan. No conozco ningún otro criterio” (Antón Chéjov)
Lanzar tomates, o restos de comida, al escenario, como acto de reprobación o protesta tiene una rancia tradición con origen en The Globe Theatre, de Londres, en época de William Shakespeare, en el siglo XVII. La primera bronca teatral, a base de lanzar tomates, que se encuentra documentada, data de 1883 en el “New York Times” cuando en una función de un teatro de Hempstead, John Ritchie fue objeto del desencanto del público, lloviendo sobre él restos de comida e incluso huevos.
Hoy, sin embargo, en esta tercera década del siglo XXI, la muestra de desagrado sobre un espectáculo teatral quedará reducida o a no aplaudir al término de la representación o abandonar la localidad antes de finalizar la propuesta y, entre ambas posibilidades, mi parecer sería el primero, fundamentalmente para posicionarme con criterio y tener opinión concreta sobre el todo y no solo sobre una parte. Aunque realmente la mayoría de espectadores no satisfechos con lo que se les brinda desde la escena no opten, en nuestra contemporaneidad, por ninguna de las dos posiciones anteriores, sino que, aún no complacidos, participarán de algunos aplausos, de forma tibia e instrumental, confundiendo corrección social con la necesaria labor de feedback que el espectador debe al teatro como parte esencial que es en él.
“Pienso, luego existo” (Descartes)
Claro que esa confusión entre la corrección social y el ejercicio de la libre, y objetiva, opinión, va mucho más allá de las salas teatrales y no solo concierne al propio criterio sobre un espectáculo o una propuesta.
Es evidente que no hace falta lanzar un tomate para mostrar insatisfacción o desaprobación, más a estas alturas del siglo XXI, pero ocultar nuestro propio criterio bajo una halo de ‘buenrollismo’ o corrección social, tampoco es el camino adecuado. E ítem más se podría enunciar sobre un crítico cuyas todas sus opiniones publicadas fueran siempre benignas.
“Somos lo que pensamos. Todo lo que somos surge de nuestros pensamientos. Con nuestros pensamientos construimos el mundo” (Buda)
Más allá del ámbito teatral o del mundo del espectáculo, parece como si solo estuviéramos preparados, en general, para las críticas bonancibles, sin entender que una opinión objetiva, y honesta, facilita herramientas hacia el camino de la excelencia.
Aunque quizás el origen del problema para aceptar cualquier crítica u opinión, radique en el contemporáneo modo de eludir cualquier discrepancia, sacrificado ese sano elemento de debate bajo el altar de favorecer el buen rollo aparente y priorizar, ante todo, el buen clima (de la actividad, de la profesión, de la empresa, de la familia o de la tribu en general).
“Todo el mundo se queja de no tener memoria y nadie se queja de no tener criterio” (François de la Rochefoucauld)
Vivimos en colectividad y somos seres sociales por definición, pero preservar el espíritu crítico y el pensamiento independiente es primordial en este momento en el que, en todos los ámbitos, formamos parte de decenas, cientos e incluso miles de redes interconectadas entre sí.
El ejercicio de exponer la propia opinión en base a un determinado criterio, incluye, por supuesto el debido respeto a quien pueda pensar diferente con quien se podrán intercambiar argumentos, evitando buscarse enemigos gratuitos a cuyo efecto la buena educación y el sentido común serán las más eficaces herramientas.
“Hemos caído en el pánico inmoral de la indiferenciación, de la confusión de todos los criterios” (Jean Baudrillard)
El filósofo Jean Baudrillard, que centró su trabajo en el análisis de la posmodernidad y el postestructuralismo, afirmaba que “Hemos caído en el pánico inmoral de la indiferenciación, de la confusión de todos los criterios” y ciertamente, de alguna manera, el magma de una opinión uniforme sustentada en los límites de una corrección social rayana en una edulcoración utópica, aunque no real, autolimita la reafirmación del criterio personal y la propia opinión, sometidas al formalismo de un ‘buenrollismo’ convertido en la nueva dictadura de nuestros tiempos.