Torquemada, crítica teatral
31 Dic 2020
Ya se nos escapa entra las manos el 2020 y con ello el año Galdós, en conmemoración del 100º aniversario de la muerte de Benito Pérez Galdós, quien falleció poco después de finalizar la pandemia de la Gripe Española de 1918 y que ha tenido que padecer dicho centenario condicionado por los efectos del Coronavirus Covid-19, en otra nueva muestra de lo circular y redundante que es el mundo, aún en centurias diferentes.
“Me pide usted que le hable de Torquemada, ‘El Cerdo’, y de las palabras que pronunció en su lecho de muerte… Pero eso tiene un precio. Aprendi de ese monstruo a no regalar ni un suspiro”
Pero el mes de diciembre de éste año 2020 se apura con el gran homenaje de la recreación de su personaje de Francisco Torquemada, protagonista de cuatro novelas escritas por el escritor canario, publicadas entre 1889 y 1895, con los títulos, por orden cronológico, de “Torquemada en la hoguera”, “Torquemada en la cruz”, «Torquemada en el purgatorio” y “Torquemada y San Pedro”. El Torquemada creado por Galdós, descrito con el realismo de los grandes autores rusos que le fueron contemporáneos, como Chéjov, lo fué como descendiente del “Gran Inquisidor” del siglo XV, hasta conseguir ser reconocido en la dramaturgia de su creación como “Torquemada, el peor” al escenificar su campo de acción en torno a la usura, actividad de la que el propio autor fue dependiente en sus últimos años, a cuenta, y consecuencia, de su solidaridad, y generosidad, con terceros.
“Aquí en el barrio se le conocía como Torquemada ‘El Peor’, porque decían que comparado con éste, su antepasado, aquel que pasaba a los herejes por la parrilla, era un bendito. Para mí siempre ha sido Torquemada ‘El Cerdo’, porque su abuelo castraba cochinos, y de eso heredó él la costumbre de andar hozando en la mugre…”
Ignacio García May construye un texto que pone en escena a Francisco Torquemada a través de testimonios de terceros que interactuaron con él en la obra galdosiana, echándose de menos una recreación más perfilada del propio personaje, más allá de lo que sobre él nos comparten ‘Tía Roma’, El Sr. Águila (Rafael), Cruz y Fidela (hermanas del anterior), el misionero Gamborena, ‘Valentinito’ y el propio protagonista (aún en cuentagotas).
Pedro Casablanc, gran actor sobre el que echamos de menos una mayor presencia sobre los escenarios, y que sobre sí mismo afirma “Si no fuera por el teatro no sería el actor que soy”, es el encargado de recrear a Francisco Torquemada y el reto es mayúsculo pues interpreta en la obra a todos los personajes descritos en el párrafo anterior y a varios de ellos al tiempo y en la misma escena, lo cual le obliga a diferentes tonos de voz, gestualidades y cargas dramáticas opuestas entre sí, las más de las veces. Podemos decir que el trabajo que se le encarga es de máxima exigencia y sabe resolvérselo con gran donosura y total éxito, a pesar de las altas dificultades que se le plantean.
“¡Emparentar nosotros, ‘Los Águila’, con una urraca!”
Seguimos guardando en nuestro recuerdo el gran trabajo actoral que nos ofreció Casablanc en “Yo, Feuerbach” y en “Hacia la alegría” verdaderas piezas interpretativas para no olvidar, y el desempeño que logra en esta recreación de Francisco Torquemada está a ese mismo nivel de sobresaliente.
Juan Carlos Pérez de la Fuente dirige el espectáculo con mano firme y se encarga de una escenografía que no termina de ocupar todo el gran espacio escénico de la Sala Negra de los Teatros del Canal, dispersando en él elementos como los del acertado vestuario diseñado por Almudena Rodríguez Huertas, ubicados en maniquíes y percheros, así como unos rótulos, apoyados sobre el suelo, que titulan cada una de las fases de la obra que obedecen a las cuatro diferentes novelas de la tetralogía galdosiana de Torquemada. Unos elementos de mobiliario de época isabelina ocupan la parte central de la escena, acotada por un panel transparente, a su espalda, que deja ver, a su través, una gran vista de los tejados del Madrid de la época. Todo ello culminado por un gran neón que recrea el nombre del descendiente del inquisidor, en forma vertical, de arriba a abajo, jugando con la alegoría de una recreación a medio camino entre un crucifijo y una daga o espada. Adecuadas aportaciones de Juan Manuel Guerra en la iluminación y Tuti Fernández en la composición musical.
“Nunca es completo el mal …como nunca es completo el bien”
Los años en los que vivió Galdós, a caballo entre el final del siglo XIX y el inicio del siglo XX, fueron los de expansión de los Montes de Piedad como contrapeso al negocio de los explotadores de la usura, hasta entonces sin normas, ni corazón. Hoy cuando celebramos el centenario de su muerte, aquellos piadosos establecimientos de ayuda social han caído en manos de los sucesores de los mismos a quienes combatían, lo cual no deja de ser metafórico. En la obra galdosiana, el nieto del castrador de cochinos, gracias a su avaricia y la usura de la que hace negocio, trepa en la escala social y consigue ser, primero, senador y luego marqués de San Eloy, todo lo cual no evita que su hijo se mueva, y emita sonidos, como los lechones a quien su abuelo prestaba sus buenos oficios, y es que cien años después nuestra España no ha cambiado demasiado.
Una obra más que recomendable en la que Pedro Casablanc hace un nuevo alarde interpretativo que supone toda una “delicatessen” digna del paladar más exigente, que convierte este espectáculo en uno de los puntos álgidos de la temporada teatral. Imprescindible para cualquier buen aficionado al teatro.
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